ROMANCE PORTEÑO
de Isabel García Cintas
Patricia caminó con paso ágil las diez cuadras que separan la avenida Belgrano de la calle Tucumán. Era sábado, después del mediodía y el centro de Buenos Aires se preparaba para el fin de semana aquietando el enérgico ritmo comercial de la mañana. La relativa calma de la siesta duraría hasta la noche, cuando la actividad siempre llegaba a su pico máximo. Los cafés se llenarían de gente, los cines de Lavalle y los teatros de Corrientes exhibirían largas filas para entrar a la próxima sección. Los habitantes de ciudad que nunca duerme se preparaban para trasnochar como todos los sábados. Excepto Patricia.
Había llovido desde temprano y ella tenía el paraguas bajo un brazo, por las dudas y en una bolsa de nailon un prolijo paquete, atado con un hilo liviano, que había envuelto con cuidado. En unos minutos iba a ver a Juan José otra vez después de cuatro largos días de ausencia. Se había puesto un vestido nuevo y los zapatos de taco ancho a la última moda, que le gustaban a él y que, por suerte, eran cómodos. Claro que viviendo en Buenos Aires y caminando tanto (ella odiaba tomar los colectivos, siempre llenos), sus tres pares de zapatos eran modernos, pero muy prácticos. Los de tacos altos y finos los guardaba para ocasiones en las que viajaba en auto, porque las veredas desparejas de la ciudad destrozaban las tapitas en la primera postura.
Iba bajando por Lima, lateral a la Avenida 9 de Julio, y ya los negocios mayoristas de telas y tapices del barrio de Montserrat atrancaban sus puertas por el fin de semana. Al pasar, miró su imagen reflejada en la inmensa vidriera que un empleado estaba a punto de cubrir con la cortina metálica. Si la humedad seguía así, el pelo que se había estirado esa mañana en una toca alrededor de la cabeza iba a ondulársele sin remedio. Se encogió de hombros; no era tan importante, después de todo. Aunque la prefería de pelo lacio, Juan José la amaba igual, estaba segura. Y ahora estaba esperándola. Claro que la visita iba a ser formal, nada de acercarse mucho, ni besarlo. Él se lo había explicado por teléfono anoche, después de murmurarle los mimos y dulzuras para los que ella existía y sin los cuales no tenía paz.
–Cuando llegues, la vieja vinagreta te va a dejar pasar a mi pieza, pero acordate, no vayas a cerrar la puerta, porque no quiere que recibamos mujeres aquí.
–Seguro, no te preocupes, mi vida, no me voy a cercar a vos. ¿Se te pasó la fiebre?
–Tengo un poco todavía, pero ya me siento mejor. Ah, me olvidaba. Traeme las camisas que me lavaste. No hace falta que las planches, esas son wash and wear.
–Claro que sí, te las llevo, ya están secas –había respondido ella, feliz de que él la necesitara y feliz de poder ayudarlo. El pensamiento la enterneció. Pobre Juan José. A él le era tan incómodo lavar las camisas, con esa chusma de la dueña de la pensión, que le controlaba todo y no le dejaba colgar las perchas a secar en el balcón de su cuarto. “Porque se ven desde la calle y vivimos en pleno centro, en un segundo piso”, le había reprochado la bruja. ¡Como si la gente que camina por la angosta Tucumán fuera a levantar la cabeza para mirar hacia arriba, al diminuto pedazo de cielo que se divisa desde las veredas!
Patricia era afortunada en ese sentido. El dueño de la pensión de señoritas en la que ella vivía, un gallego, no entraba casi nunca al lavadero, de modo que no sabía si ella fregaba a mano más ropa que la normal. Así es que después de que Juan José le contase esas historias de horror con la dueña, ella se ofreció a lavarle las camisas. Eran cuatro o cinco por semana. No era tanto trabajo, después de todo. Ya hacía un año que se las lavaba. Con la magra mensualidad que seguramente le mandaban sus padres desde Salta, él no podía darse el lujo de llevarlas al lavadero.
Suerte que ella se las arreglaba con el sueldito que ganaba escribiendo a máquina documentos medio día en el estudio de un abogado, lo que le permitía pagar el hospedaje, comprar libros y otros gastitos. Los puchos eran caros, claro, si ella se fumaba un paquete por día. Pero iba tirando y hasta le alcanzaba a veces, cuando él se quedaba sin plata, para pagar la cuenta de los dos en el restaurante barato donde cenaban. Porque ella creía en la igualdad de los sexos. Después de todo, estaban en la última mitad de los años sesenta y el planeta estaba en ebullición con tanto cambio extraordinario. Los muchachos en Córdoba se habían agarrado a patadas con los policías y armado el Cordobazo, haciendo tambalear al gobierno militar. En París una generación estaba saliendo a las calles bajo el inspirado lema del grafiti: “No sabemos qué queremos pero sí sabemos qué NO queremos”. En Estados Unidos había marchas en las calles contra la guerra de Vietnam y a favor de la igualdad racial. Y los estudiantes de todo el mundo aconsejaban, sabiamente, desconfiar de cualquiera que tuviera más de treinta años.
Patricia devoraba las noticias y leía cualquier libro que aparecía sobre el tema, mientras a su alrededor, en la pensión, las chicas laburantes llegadas del interior buscaban novio oficial o se preparaban para casarse. ¿Es que no tenían ojos para ver que el mundo se transformaba día a día? Si ella comentaba alguna noticia, la miraban como si recién hubiese bajado de un plato volador. Era inútil.
Claro que Juan José no era muy partidario de la independencia femenina ni de los cambios políticos tampoco. Pero eso era porque él venía de una familia tradicional y de mucha plata de Salta. Las viejas familias del noroeste tenían costumbres arraigadas y, claro, a él le habían inculcado todo eso. Pero, a la larga, estaba segura de que él iba a absorber los cambios, como ella. Pertenecían a la misma generación que estaba haciendo historia en todo el mundo y él iba a recibirse de abogado en un par de años, apenas terminara de dar esas materias que hacía rato no podía pasar, aunque los padres no lo dejaban trabajar para que las aprobara de una vez. Ella le ayudaba a estudiar. Se sentaban en los cafés, por horas, antes de los exámenes y le tomaba las bolillas una por una. Tanto que ya se las sabía de memoria.
–En una de esas me anoto yo en tu facultad y me hago abogada en vez de estudiar periodismo –había bromeado una noche, sorbiendo el tercer cortadito mientras él luchaba para recordar algún dato histórico o el número de alguna ley.
Juan José la había mirado con un gesto tan despectivo, que ella no se atrevió a seguir con la broma.
–¿Abogada, vos? –había observado incrédulo, los ojos burlones–. No lo creo…
–Digo, nomás –se arrepintió ella, con la firme decisión de no demostrar lo que sabía de la bolilla que estaban repasando, para no herirlo. Él era su vida desde hacía casi dos años, cuando después de mucho buscarla e insistir, ella aceptó la primera cita.
En Tucumán dobló la esquina a la derecha y caminó media cuadra. Mientras buscaba en el portero eléctrico el piso para llamar, el corazón le latía aceleradamente. Pronto iba a verlo otra vez. ¡Cuánto lo había extrañado, mientras la gripe lo tenía en cama y él no quería que ella viniera a verlo por miedo al contagio!
La mujer enjuta y arrugada que la recibió en la puerta del piso tenía un aire de fastidio y la miró con desconfianza. La siguió por el pasillo oscuro hasta una puerta. Cuando la abrió, Patricia se encontró por primera vez en el cuarto a donde su adorado pasaba sus días estudiando.
Juan José estaba tendido en la cama, tapado con las cobijas hasta el pecho, aunque no hacía frío. La puerta-ventana que daba un pequeño balcón gris iluminaba la habitación, Ella no podía despegar los ojos del rostro amado. La mujer hizo un gesto de admonición, como diciéndoles “ya saben el reglamento” y se marchó con la frente alta, dejando la puerta abierta de par en par.
Patricia se acercó y le rozó tímidamente la mano. Él le sonrió.
–¿Me trajiste las camisas, mi amor?
–Claro –murmuró, sosteniendo el paquete sin saber bien dónde ponerlo. Él hizo un gesto, señalando una mesa pegada a la pared, llena de papeles y libros desparramados. Ella obedeció–. Qué raro es verte así. Estás pálido, ¿de veras te sentís mejor?
–Sí, ya estoy bien. Sentate ahí, por si pasa la vieja curioseando, que no te vea al lado de la cama.
Charlaron de bueyes perdidos. Ella le puso al tanto de lo que había hecho esos días. También intercambiaron palabras cariñosas que sonaban extrañas a dos metros de distancia, hasta que finalmente ella recordó:
–Mi amor, si ya leíste Orgullo y Prejuicio me lo quisiera llevar. Se lo ofrecí a Laura. Vos lo tenés desde hace meses. Solo si ya lo leíste, claro…
–La verdad, no lo pude terminar, es un poco pesado. Esos romances del siglo diecinueve me aburren. Debe estar por ahí arriba, en esa pila –Se incorporó un poco–: Me voy a tomar otra aspirina.
– ¿Te la busco?
–No. Las tengo acá. Fijate si encontrás el libro –dijo, dándose vuelta hacia una mesita llena de frascos.
Ella se puso de pie, feliz de poder moverse un poco y revisó las pilas de libros de los tres estantes alineados en la pared.
–No lo veo.
Él estaba ocupado revolviendo el cajón de la mesita de luz para encontrar las aspirinas y ella siguió buscando el libro, ahora sobre la mesa de papeles desordenados. Movió algunos, hasta que al correr a un costado un ejemplar de Automundo, una pila de fotografías en color se resbaló afuera, desparramándose sobre otros papeles. Ella las levantó rápidamente, las reagrupó y al mirar la primera el corazón le dio un salto. No tuvo tiempo de pensarlo mucho, porque Juan José ya estaba diciéndole, alarmado:
–¿Qué hacés, Patricia? No toqués esos papeles… ¿qué tenés en la mano?
–Una foto tuya abrazando a una chica rubia –balbuceó ella, tendiéndosela para que la vea.
Él saltó de la cama, arrastrando consigo la colcha, e intentó manotearle las fotos, pero Patricia se echó atrás y miró hacia la puerta. Él quedó parado, vacilando, en medio del cuarto sin saber si volver a la cama o perseguirla a riesgo de que la dueña apareciera en cualquier momento.
–¿Qué carajo es esto? – rugió Patricia, ahora comprendiendo lo que sucedía.
–No grités, che, no grités –suplicó él, volviendo a la cama, como dándose por vencido.
– ¿Y? Estoy esperando –dijo ella tratando de controlarse, arrinconada todavía para guardar la distancia–. ¡Explicate, por favor! –La voz le temblaba por la sorpresa y la rabia.
–Sentate. Tenemos que hablar.
–¡Tenés otra mina! ¡La puta madre, tenés otra mina! –repetía ella, incrédula, mientras revisaba rápidamente las fotos, una tras otra. En todas estaban él y la chica, una rubia preciosa, de pelo increíblemente dorado y lacio, en distintas poses, con distintas personas, siempre sonriendo, siempre abrazados, o besándose. Patricia sintió como si de un manotazo la hubieran vaciado por dentro. Era como si flotara en el aire, como si no estuviera ahí, como si no tuviera cuerpo, solo ojos para reconocer lo imposible–. ¿Cómo podés ser tan…?
–Dejá de putear, che, no quiero que te oigan. ¡Tranquilizate, por favor! ¡Sentate ahí de una vez y dejá de hacerme este quilombo!
Ella obedeció, como autómata, porque no podía pensar, su mente estaba paralizada.
–¡Tenés otra mina! –dijo. Ahora la voz era calma, fruto de la enormidad de lo que pasaba.
–No es una mina –repuso él, acomodándose la manta, sin mirarla a la cara–. Es una novia oficial que tengo allá en Salta –Y al especificarlo la dulce tonada norteña se notaba aún más.
Patricia no podía creer lo que él decía y por eso se quedó ahí, quieta, en silencio, totalmente destruida por dentro. Porque la parte ilusa de ella esperaba que él se justificara, que explicara el malentendido, que le dijera que no, que no era cierto esto que ella estaba viendo con sus propios ojos, pero le parecía imposible. Juan José siguió sin piedad, sin entender el calibre del golpe que le estaba dando:
–Se llama María Soledad. Vive en Chile. La conocí hace varios años…
–Seguí.
–Estudia Economía Doméstica en Santiago.
–¿Economía Doméstica? ¿Qué carrera es esa? ¿Quién estudia una cosa así?
–Las chicas que quieren casarse y manejar su casa. Las chicas serias.
– ¿Cómo…?
–Mirá, Patricia, vos no entendés porque te burlas de la gente que no hace lo que te gusta a vos.
–¿Qué carajo tiene eso que ver con que tenés una novia oficial y me estuviste engañando todo este tiempo? ¿Que me mangueaste para que te pagara el boleto a Rosario, a conocer a mis viejos para las vacaciones? ¿La engañabas a ella? Y, lo peor, ¿para qué salís conmigo? ¿Vas a seguir saliendo con ella?
Él la miró a la cara y ahora con más valor, se sintió capaz de darle la estocada:
–En una de esas es mejor que hayas visto las fotos, así no tengo que mentirte más.
–¿Mentirme más de lo que me has mentido? –Él la miraba en silencio–. ¡Contestame!
–Claro que voy a seguir con ella y no salgo con ella, es mi novia oficial. Lamento que te hayas tenido que enterar así, Patricia, porque yo te quiero mucho. Pero la semana que viene llega ella con su familia a visitar Buenos Aires, así que no íbamos a poder vernos. Estaba por decirte que me iba de viaje. Mejor así.
Ella digirió la información por unos segundos.
–Mirá que suerte, te ahorraste el mentirme como un cretino otra vez. ¿Cuántas veces me habrás mentido así, tomándome de idiota?
La dueña de la pensión apareció en la puerta, con gesto interrogante, sin duda atraída por las voces, pero no dijo nada. Patricia miró a su alrededor y con calma levantó el paquete que había traído, lo abrió y desordenadamente tironeó las camisas prolijamente dobladas.
–¿Qué hacés? ¡Dejá esas camisas ahí!
Lo miró con todo el desprecio que pudo reunir en sus ojos y sin decir una palabra caminó hacia el balcón, abrió la puerta y de un solo manotazo las cinco camisas wash-and-wear remontaron vuelo en el viento y la lluvia que por entonces caía a torrentes. Mojándose el pelo peinado y estirado con tanto esmero, Patricia alcanzó a asomarse por la balaustrada para verlas flotar en el viento y caer, en desorden, una sobre el techo de un colectivo y dos en la vereda. Las últimas dos cayeron sobre el asfalto de la calle, empapado de agua, aceite y hollín, para terminar inmediatamente bajo las ruedas de un par de automóviles.
Entró al cuarto, levantó el paraguas y el bolso de mano y, sin escuchar los gritos del enfurecido Juan José, pasó al lado de la sorprendida vieja y salió al pasillo. No pudo esperar el ascensor y corrió escaleras abajo, empapada por la lluvia y por las lágrimas de odio que brotaban sin parar.
Cuando llegó a la calle no quedaba vestigio de ninguna camisa, ni siquiera de las que cayeron sobre la vereda. No abrió el paraguas. La lluvia se mezcló con sus lágrimas y sintió que el pelo se le enrulaba completamente, por fin libre del planchado de la toca.
Isabel García Cintas es una escritora y periodista argentina que vive en los Estados Unidos desde 1987. Ha trabajado en la prensa escrita y oral, y ha publicado tres libros: La novela de suspenso, Incidente en la Patagonia (2006) y su versión en inglés, Incident in Patagonia (2016). El manuscrito de este último obtuvo Honorable Mention en el 2015 Latino Books Into Movies Awards de Los Angeles, California. La novela Del Mediterráneo al Plata (2011), que narra la saga de sus antepasados inmigrantes de Italia y España a la Argentina, que resultó finalista en el 2012 Dan Poynter’s Global e-Book Awards y su último libro, La casa vieja y otros relatos, una selección de cuentos, que obtuvo Honorable Mention en el 2016 International Book Awards de Latino Literacy Now y en febrero de 2017, Medalla de Oro en la categoría Spanish en el 2016 Florida Book Awards, auspiciado por Florida State University. www.isabelgarciacintas.com